Balmain prescinde de su director creativo, Christophe Decarnin, tras cinco años de exitosa relación.
Christophe Decarnin nació en un balneario, Touquet, pero vivió en un manicomio, la industria de la moda. Ayer, a los 46 años, fue despedido tras un lustro como director creativo de Balmain. Un breve periodo en el que el diseñador francés ha logrado un difícil doblete: relevancia creativa y éxito comercial. Sus chaquetas volvieron a poner de moda las hombreras y sus escuetos vestidos -tan sexuales como prohibitivos- alimentaron una expansión empresarial impensable hasta hace bien poco. La casa, fundada en 1945, tiene previsto abrir ocho nuevas tiendas en Asia en los próximos meses. Cuando Balmain fichó a Decarnin, esta era una firma a la deriva, hundida por las deudas y los cambios de diseñador. Con él, las ventas se incrementaron un 50%.
El 3 de marzo se presentó en París la colección para el otoño/invierno de 2011. El diseñador francés no salió a saludar al final, como es costumbre. Se encontraba, explicó un portavoz, en reposo por prescripción médica. Estaba "mentalmente exhausto". En el comunicado emitido ayer, la compañía no da razones para explicar "el fin de la colaboración". El presidente, Alain Hivelin, expresa su reconocimiento al creador de forma llamativamente escueta: "El trabajo de Christophe Decarnin con el equipo de diseño de la casa ha contribuido al éxito de la marca en los últimos años".
Algunos empleados de Balmain se enteraron del despido por los medios de comunicación. Se espera que sea reemplazado por alguien de su equipo (de unas 25 personas) y que el nombramiento se haga en breve. Nunca se ha precisado cuánto tiempo lleva Decarnin sin trabajar. Tampoco si está oficialmente de baja. Nadie responde sobre su paradero. Eso sí, fuentes cercanas a la compañía revelan que la comunicación entre el diseñador y la empresa era prácticamente nula y que, más allá de la situación médica de Decarnin, mantenían al parecer insalvables divergencias estratégicas.
Hasta su estallido de popularidad en 2006, el diseñador mantuvo un perfil relativamente bajo. Estudió en la escuela Esmod de París en los años ochenta y pasó siete años en Paco Rabanne. Extremadamente tímido, no solía aparecer en eventos y apenas concedía entrevistas. En público, se le veía incómodo. Su carácter retraído contrastaba con la voluptuosidad y hedonismo de la fórmula estética con la que resucitó a la marca. Camisetas y bordados artísticamente destruidos de precios exorbitantes: 50.000 euros por un vestido o 1.500 por unos vaqueros rotos. Le valieron fervorosos adeptos y también críticas, pero fueron obsesivamente copiados y convirtieron sus desfiles en un punto álgido de la semana de la moda. Se llegó a acuñar el término "balmanía".
Su ausencia conmocionó a la industria en marzo. Sucedió solo dos días después de que John Galliano fuera despedido de Dior por su lamentable comportamiento en un vídeo y al poco de cumplirse un año del suicidio de Alexander McQueen. La coincidencia despertó alarmas sobre la presión que una industria cada vez más veloz, global y voraz ejerce sobre sus creadores. En caso de que la moda esté devorando a sus hijos, ayer se zampó a otro vástago.
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